En un lejano valle rodeado de montañas, los animales vivían bajo cielos cambiantes. Las nubes formaban un reflejo de cada habitante del valle: al observarlas, los animales podían ver una imagen de sí mismos, desde sus pensamientos hasta sus emociones. Las nubes a veces se movían de un lado a otro, se espesaban o se deshacían en pequeños jirones que bailaban con el viento. Sin embargo, si un animal pasaba por un momento especialmente difícil o doloroso, sus nubes se dispersaban, volviéndose pálidas y lejanas, como si trataran de proteger a su dueño de un dolor que aún no podía enfrentar.
Tami, una joven liebre conocida por su energía y alegría, siempre había tenido un cielo lleno de nubes brillantes que danzaban a su alrededor. Las miraba con curiosidad y se sentía acompañada por ellas en sus aventuras diarias. Pero un día, mientras exploraba una cueva solitaria, vivió una experiencia tan perturbadora que, al regresar al valle, notó que sus nubes habían cambiado. Ahora parecían desdibujadas, fragmentadas, como si estuvieran atrapadas en una corriente lejana y fría. Cuando Tami miraba al cielo, sentía una desconexión; ya no era capaz de entender lo que le decían sus nubes.
A medida que pasaban los días, Tami comenzó a sentirse fuera de lugar. Sus amigos, preocupados por ella, intentaban hacerla reír y la invitaban a correr por el valle, pero ella solo les sonreía de forma forzada. Sentía que algo esencial se le había escapado. Era como si su cielo hubiera perdido el color y el sentido, y con él, una parte de sí misma.
Fue entonces cuando Tami decidió acudir a Don, un viejo búho sabio que vivía en el árbol más alto del valle. Don era conocido por su calma y sus palabras profundas, y los animales acudían a él cuando algo en sus cielos dejaba de ser claro.
—Don, algo malo les ha pasado a mis nubes. Desde aquel día en la cueva, siento que se han alejado, que ya no son mías. ¿Crees que las he perdido para siempre? —preguntó Tami, con tristeza en su voz.
El búho cerró los ojos, como si sus pensamientos se movieran tan despacio como las nubes de una tarde de verano.
—No has perdido nada, Tami —respondió Don suavemente—. Tus nubes no se han ido, solo están vagando, esperando a que estés lista para recibirlas de nuevo. A veces, cuando pasamos por momentos difíciles, nuestras nubes se vuelven errantes y vagan por el cielo. Se alejan para que podamos tener espacio, para que podamos entender el dolor poco a poco, en lugar de enfrentarlo de golpe.
Tami asintió, aunque no terminaba de comprender del todo.
—¿Entonces… debo esperarlas? ¿No puedo hacer nada para traerlas de vuelta?
—Puedes hacer mucho —respondió el búho—. En lugar de correr tras ellas, debes aprender a observarlas desde el corazón. Cada día, regresa a este lugar y míralas en calma. Poco a poco, te volverás más fuerte, y tus nubes comenzarán a regresar. Cuando estés lista para ver lo que realmente contienen, cuando no les temas y las mires con paz, ellas volverán a ti.
Tami empezó a seguir el consejo de Don. Cada día, al atardecer, subía a una pequeña colina y se sentaba a contemplar el cielo. Al principio, le resultaba frustrante: sus nubes seguían dispersas, y ella sentía que apenas las reconocía. Pero con el paso de los días, empezó a notar pequeños cambios. Alguna nube volvía a flotar cerca, otra aparecía más nítida, como si trajera consigo un trozo de su antiguo color.
Poco a poco, Tami sintió que algo en su interior cambiaba. Comprendió que sus nubes no solo reflejaban lo que sentía, sino también lo que necesitaba aceptar y comprender sobre sí misma. Recordó lo que vivió en la cueva y, aunque le seguía doliendo, se dio cuenta de que ya no sentía el mismo miedo.
Meses después, el cielo de Tami volvió a llenarse de nubes luminosas, diferentes, pero más fuertes. Ella también era distinta. Había aprendido que sus nubes —sus pensamientos y emociones— siempre estarían allí, aunque a veces necesitaran espacio para sanar y reorganizarse.
Desde entonces, cada vez que un animal sentía que sus nubes se alejaban, recordaban la historia de Tami y el búho Don. Entendían que cuando sus cielos parecían vacíos, era solo una pausa, una oportunidad para respirar, comprender y, finalmente, reencontrarse consigo mismos.
Moraleja: A veces, nuestras emociones y pensamientos parecen alejarse de nosotros, especialmente en momentos de dificultad. Pero con paciencia, aceptación y calma, podemos reencontrarnos con aquello que creíamos perdido, y descubrir que todo forma parte de nosotros, esperando a regresar cuando estemos listos para aceptarlo.
Soy Psicóloga General Sanitaria, con Mención en Psicología de la Salud e Intervención en Trastornos Mentales y del Comportamiento experta en clínica e intervención en trauma con EMDR, así como en Psiconutrición.
En mi práctica, empleo una corriente integradora que combina diferentes enfoques terapéuticos. Esto significa que no nos limitamos a un solo método, sino que exploramos diversas herramientas que abordan tus necesidades desde diferentes ángulos: afectivo, cognitivo, conductual, fisiológico, aspectos sociales y transpersonales.